EL TÍO NERÓN, UN VAGABUNDO DE CUELLO Y CORBATA
El tío Nerón- así lo llamaban los chicos del barrio- era un personaje que atraía la atención de quienes lo veían, especialmente de los niños y jóvenes. Si bien era un vagabundo, de actividad desconocida- la mayoría percibía o imaginaba que esa apariencia de pordiosero errante, no correspondía a su origen y que hubo para él días mejores.
En efecto, su forma de hablar y de vestir, delataban que en otros tiempos- distintos para él- debió pertenecer, nacer y vivir, en una familia educada, culta e incluso, de cierto abolengo. Conservaba, a pesar de su apariencia, eso que llamamos don de gentes.
Corría la década de los 50 del siglo pasado, en un tradicional barrio de Quinta Normal al poniente de Santiago, donde encontramos residencias de familias esforzadas de trabajadores y estudiantes, ahí conocimos y, de alguna manera, convivimos con el tío Nerón.
Nunca supimos si ése era su verdadero nombre, si alguien le impuso ese apelativo o el mismo se había apodado así. Porque Nerón- emperador de la antigua Roma- no correspondía a la imagen y forma de ser de este singular pordiosero. Según dicen, los nombres marcan la vida de las personas. La trágica infancia del emperador romano o su tristemente célebre gobierno, nada de eso se parecía a nuestro tío Nerón; aquellos que estudian el significado y características que diferenciarían a las personas por su nombre, coinciden con las particularidades que Nerón mostraba: “creativo, innovador, comunicador, práctico e inteligente”.
Si hubiésemos podido reunir a otros hombres que, como él, vagan y viven en las calles, el tío Nerón se habría distinguido por su educación y atractivo. Aunque sabemos que la mayoría la gente de la calle- o en situación de calle, como le llaman en estos días- tiene escasa o ninguna educación, principal razón para encontrarse en este estado deplorable, no es extraño encontrar a otras personas similares a Nerón. Con lo cual, confirmamos la segunda causa de esta clase de indigencia: la drogadicción y el alcoholismo. El tío Nerón pertenecía a este segundo grupo, aunque nunca lo vimos borracho o con señales de encontrarse drogado, su aliento siempre hedía a alcohol. Además su palidez, así como su delgadez extrema junto con su caminar lento y su persistente tos, eran claros signos de que su salud estaba deteriorada. Si a esto le sumamos que su alimentación no era precisamente balanceada y realizada con la frecuencia que corresponde a un ser humano para permanecer saludable y vital, y que además dormía en una bodega ruinosa sobre un colchón abandonado que algún vecino caritativo le había facilitado, conforma un panorama poco humano de sobre vivencia. Claramente se notaba abandonado y enfermo.
No obstante, lo que más nos cautivaba era su forma de hablar: locuaz con una gran riqueza de vocabulario, excelente narrador características que, unidas a una esmerada pronunciación, hacían que Nerón destacase entre los habitantes del barrio, haciendo que siempre fuera un agrado escucharlo. Es más, a eso de las seis de la tarde, hora en que habitualmente aparecía por la plaza donde nos reuníamos para jugar, muchos de nosotros nos preparábamos para su llegada. Y cuando lo veíamos caminando a lo lejos, corríamos a su encuentro rodeándolo y saludando cariñosamente. Nerón formaba parte de nuestro paisaje habitual y era reconocido y admirado por todos.
Entre las muchas conversaciones y charlas que sostuvimos, las que iban desde temas domésticos hasta filosóficos, las que más llamaron nuestra atención se referían a la mitología griega y a la Europa antigua. En realidad nos entregaba verdaderas clases de historia; narraba con tal fluidez, dramatizando incluso para que los personajes cobraran vida ante nuestros ojos; nos encantaba con aquellas narraciones y nuestra imaginación volaba hasta el infinito creando los personajes y lugares que él nos mostraba a través de las palabras y acciones. Cuando relataba historias de los dioses del Olimpo al concluir, todos le decíamos a coro: ¡cuéntenos otra historia tío, otra, otra! Y él, invariablemente respondía: No, no, por hoy es suficiente. Y continuaba su caminar hacia lo que era su morada.
Los chicos en ese entonces, nos divertíamos jugando en las calles y plazas, con las típicas pichangas de barrio, con una pelota construida con medias y trapos viejos. Y conversábamos mucho. Eso marca una gran diferencia con los niños y jóvenes de inicios del siglo XXI. No había televisión ni Internet. Entonces, los amigos eran reales- de carne y hueso- la gente se conocía y sabíamos quiénes eran y cómo se llamaba cada vecino. Había más vida de barrios y en comunidad. Cosas que desafortunadamente se pierden parcialmente, no del todo, o se transforman con la denominada modernidad.
El tío Nerón formó parte durante años, de la vida de este barrio de Quinta Normal; pero era un personaje misterioso. Nadie le conoció familia ni actividad y su indigencia era más que evidente. A pesar de lo cual era querido, respetado y admirado por los chicos y jóvenes que le conocieron. Con su metro ochenta de estatura, nacido junto con el siglo, delgado casi famélico -la alimentación para él escaseaba- tenía el cabello cano y liso; en su rostro cubierto con una barba descuidada, destacaban sus ojos que siempre se veían atentos, alertas a los comentarios y preguntas de los jóvenes. Él disfrutaba de las charlas las que siempre culminaban con alguna enseñanza, no sólo respecto a temas de nuestro interés, sino que también sobre algunas vivencias. Sus consejos eran sabios y habitualmente provocaban que varios de sus oyentes quedasen pensando y meditando sobre el verdadero significado de estos mensajes.
Sus ropas raídas, en invierno siempre llevaba un abrigo largo y gris, que en sus buenos tiempos debe haber sido de telas inglesas y probablemente su primer propietario fue un caballero refinado o tal vez, le perteneció desde siempre… antes de transformar su forma de vida. Usaba camisas que alguna vez fueron albas, pero que con el excesivo uso, la falta de lavados cuidadosos con buenos detergentes, hacían que fuesen de colores amarillentos y desteñidos. Siempre sobre ellas usaba invariablemente una corbata. Sin duda, el tío Nerón alguna vez fue un caballero de cuello y corbata que después de los trágicos hechos- desconocidos para nosotros- que lo afectaron junto a la que fue su familia, ahora no era más que una dramática y desdibujada mueca.
De ahí es que nos preguntábamos, cómo puede una persona que, aparentemente, lo tuvo todo en la vida llegar a esos grados de indigencia extrema; qué hace que pierda su autoestima y las ganas de trabajar y vivir dignamente; qué sucede para que la familia lo abandone o él decida dejarla, lo excluya y simplemente no lo acepte, no lo acoja y lo bote cual mueble en desuso y haga cuenta que ya no existe.
El tío Nerón intuía estos pensamientos e interrogantes nuestros, pero jamás se refiero a ellos. Guardaba celosamente su historia personal; esa que quería comprender, aceptar, recordar sin que se le partiera el corazón. Sin embargo, a pesar del paso de los años jamás logró que ello ocurriera.
Únicamente cuando lograba reunir algunos pesos, adquiría una botella de vino y unos cigarrillos, estando solo en la bodega que le servía de habitación, entonces se sentaba en su raído colchón, bebía lentamente su licor y con frecuencia rememoraba una y otra vez los hechos que cambiaron fatalmente su vida, imaginando cómo sería el hoy, si la historia de su vida hubiese sido distinta.
- ¿Acaso el destino está escrito y nacemos marcados por un sino? - se preguntaba Nerón- recuerdo ese viaje al sur del país. Magdalena mi joven y bella esposa, siempre había querido conocer el lago Llanquihue; decía que le encantaría navegar por esa aguas frías y quietas mirando el volcán Osorno que se yergue majestuoso en ese paisaje sureño, similar al paraíso. Magdalena con frecuencia leía y estudiaba en los libros que teníamos en casa todos los detalles de la zona: su geografía e historia, leyendas, características de todo tipo y a menudo se preguntaba ¿por qué le habrán puesto ese nombre?- se había informado que la palabra Llanquihue significa " lugar de sumersión"- Debe tener una historia; alguien o algo se hundió, se sumergió de manera extraordinaria y marcadora… el nombre de un lugar siempre tiene relación con un hecho o una característica específica; pero no logro encontrar el origen- decía-. A veces me parecía que esta idea que rondaba los pensamientos de Magdalena era como una obsesión ¿Por qué ese interés desmesurado en una zona tan lejana, que jamás había visitado?
Tal vez le entusiasmaba ese lago por ser uno de los más grandes de Chile. Conocer los pueblos y villorrios de su extenso litoral; en sus riberas están asentadas las ciudades de Puerto Varas, Frutillar y Puerto Octay, famosas por sus bellas playas. Ésas probablemente eran sus motivaciones.
En cambio- reflexionaba Nerón- a mí nunca me han atraído los lagos, el mar, ni los ríos. Desde pequeño sentía una verdadera fobia a las grandes extensiones de agua. Era un temor superior a mi racionalidad. Evitaba acercarme a esos lugares porque me provocaban una angustia y ansiedad tal, que me dificultaba hasta la respiración y una especie de nudo en el estómago me perturbaba al punto que sentía que mis piernas flaqueaban y la sensación de un desmayo inminente, me agobiaba profundamente.
Un día tomé la decisión. Mi amor por Magdalena era superior a cualquier cosa, incluso a mis temores irracionales e incontrolables; de modo que me propuse sorprenderla y planear este viaje, con todo detalle, para nuestro quinto aniversario de matrimonio. Viajaríamos los tres: Magdalena, Agustín nuestro pequeño hijo de dos años y yo. Lo haríamos desde Santiago hasta Frutillar. Estaríamos un par de semanas, recorreríamos los pueblos y playas y, por su puesto, nos embarcaríamos para recorrer el extenso lago, como mi Magdalena soñaba.
Cuando les comuniqué mi decisión ambos me abrazaron felices, Magdalena lloraba de emoción y Agustín saltaba y corría por todo el living gritando y aplaudiendo. Me hicieron sentir muy contento, incluso pensé: debí haberlo decidido antes… Ella siempre ha deseado con ilusión visitar el lago Llanquihue.
El viaje se inició tal y como lo habíamos planeado. Nos instalamos en un pequeño y confortable hotel, con vista al lago. Se veía imponente, sus aguas tranquilas iban y venían hacia la playa. Muchos turistas y veraneantes caminaban por las orillas y gozaban de sus frías aguas, así como del paisaje pleno de flores, plantas de múltiples tonalidades, bosques en distintas gamas de verde, café y ocre; las aguas azules y la arena gris, que -en conjunto con las viviendas multicolores semejaban una acuarela del mejor pintor.
La primera tarde estuvimos varias horas en la playa, mi hijo Agustín corría sin cesar, siguiendo el recorrido de las pequeñas olas que llegaban hasta la orilla; Magdalena jugaba con él, casi como si también fuese una pequeña niña. Yo los observaba y me deleitaba de verlos disfrutando verdaderamente de ese momento y ese lugar. Entre los tres, construimos un castillo de arena el que adornamos con ramas y piedrecillas que recogimos desde la playa y sus alrededores. Fue verdaderamente una tarde encantadora. Me sentía henchido; nada me hacía más feliz que ver a los míos contentos.
Más tarde, caminamos por la costanera observando y comentando cada detalle. Magdalena estaba muy emocionada y no paraba de narrar lo que había leído sobre ese lugar, comprobando a cada paso sus conocimientos teóricos, hoy hechos realidad. Nuestro paseo culminó con la puesta de sol. El cielo comenzó a cambiar de color mostrando bellos colores amarillos, rojos y anaranjados, casi violetas hasta que la noche cubrió todo el cielo y las pequeñas luces de la costanera comenzaron a encenderse.
Regresamos a nuestro hotel y sentimos que la vida nos daba oportunidades fantásticas de disfrutar en familia, de la naturaleza y los nuevos lugares.
Al día siguiente, amaneció completamente despejado, el cielo estaba profundamente azul. Ni una sola nube podía vislumbrarse, salvo unas pequeñas, que cerca del volcán Osorno. Nos alegró que fuese así, particularmente porque la zona se caracteriza por las lluvias frecuentes, incluso en verano. Ese día, 25 de febrero, era ideal para, por fin, hacer nuestro paseo en lancha, como Magdalena tantas veces imaginaba. La temperatura era muy grata, de modo que no necesitábamos abrigarnos demasiado. Magdalena quiso usar un vestido, aunque a mí me hubiese parecido más apropiado pantalones para estar más cómoda en la embarcación, la que, por cierto, había dejado comprometida la tarde anterior. Ese día era exactamente el día que cumplíamos 5 años de feliz matrimonio.
Ella eligió un vestido celeste con blanco que le quedaba muy bien, marcaba graciosamente su figura y parecía que sus ojos azules resaltaban aún más. Su pelo rubio amarrado con una cinta blanca era el marco perfecto para semejar a una princesa. Magdalena estaba radiante, ¡por fin uno de sus más caros anhelos se cumplirían! Agustín también estaba muy entusiasmado, su madre se había encargado de motivarlo e ilusionarlo de manera que el chico estaba muy ansioso por embarcarse. Tanto era lo que su imaginación de niño fluía, que me dijo: padre cuando sea mayor, quiero ser capitán de un barco muy grande, así podré llevar a mi madre y a ti por todos los mares del mundo.
Luego de tomar nuestro desayuno- alrededor de las 9 de la mañana, no había apuro- el que se caracterizó, entre otros manjares, por un trozo de exquisito kuchen de nueces, típico de la zona, nos dirigimos hacia el embarcadero, donde estaba nuestro capitán con la lancha, dispuesto a zarpar. Habíamos acordado hacer un paseo de aproximadamente una hora, de modo que nos alejaríamos de la costa una media hora, para luego regresar; me pareció prudente. Ni muy largo ni muy breve. Era mi regalo para Magdalena.
Subimos a la embarcación. Decidí que era mejor y más seguro arrendar una lancha con su piloto, para dedicarnos a admirar los paisajes y que Magdalena y Agustín disfrutaran verdaderamente de este paseo; en cuanto para mí, me propuse ocultar al máximo mis miedos aunque sabía que sería una experiencia estresante; mi excesivo temor a las aguas profundas, más aún cuando siento que nos alejamos demasiado de la costa, me hace muy mal. Pero, ése sería mi secreto; nada debía empañar la alegría de mi esposa e hijo.
Lentamente la embarcación se alejó de la playa, las aguas calmadas nos mecían suavemente y podíamos apreciar la belleza de la ciudad desde el lago. Los tres sentados conversábamos y reíamos. Magdalena no cesaba de decir… ¡maravilloso!… ¡perfecto!… ¡grandioso!
Pronto ya no veíamos la playa, justamente cuando dejé de distinguirla, el cielo se nubló muy rápidamente y el cielo se cubrió con unos negros nubarrones que presagiaban una lluvia inminente. Magdalena sintió frío. La abracé para abrigarla, mientras pregunté al capitán de la lancha si llovería y de ser así, era mejor regresar de inmediato.
- No se preocupe- respondió. El lago es así. Como ve, nunca tendremos seguridad de cómo estará el tiempo. Las nubes permanecerán de una u otra forma; de todos modos, las aguas siguen calmas, no debemos inquietarnos. No obstante no alcanzaron a pasar ni 5 minutos desde que el piloto pronunció esas palabras tranquilizadoras, cuando nos envolvió una fuerte ráfaga de viento tibio. Las aguas comenzaron a agitarse y encresparse peligrosamente, la embarcación subía y bajaba dando golpes secos al caer, los que hicieron que el agua entrara a raudales y nos empapara de pies a cabeza. Simultáneamente comenzó una lluvia torrencial que caía en forma oblicua y el cielo se puso muy oscuro, casi negro. El viento no cesaba y a cada minuto adquiría mayor velocidad.
Mis compulsivos miedos al agua se hicieron presentes de golpe. Sentí que casi no podía respirar; de mi pecho salía un silbido cada vez que dificultosamente inspiraba. Intenté calmarme, pero la sensación de ahogo era insoportable. Las aguas seguían agitadas y en aumento. Mi corazón latía muy rápidamente, incluso se me apretó la garganta como si una mano fuerte me estuviese estrangulando, me temblaban las piernas.
En ese momento escucho al capitán anunciando: ¡estamos en una tormenta! No había visto una así hace años y menos en esta fecha. Deben entrar ahora a la cabina para protegerse, háganlo tomados de la mano, caminen con mucho cuidado y siempre afirmándose fuertemente de la baranda, este lago suele ser traicionero.
Magdalena tomó a Agustín en brazos y yo la tomé a ella por la cintura afirmándola para comenzar la caminata de unos cuantos metros nada más, pero que me parecía eterna. En ese instante, sentí un ruido estremecedor y quedé completamente ciego por el agua. Una ola gigante golpeó la proa de la embarcación para luego, en segundos, cubrirla completamente. Caí al suelo y fui arrastrado varios metros dando vueltas y tumbos cual torbellino, azotándome entre las maderas de la lancha. No tengo una clara percepción de cuánto duró ese infierno, pero sé que deben haber sido sólo algunos segundos. Cuando por fin pude agarrarme de uno de los palos de la escalerilla, me froté los ojos para ver y grité ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Magdalena!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Agustín!!!!!!!!! ¡Por Dios! ¿Dónde están? No lograba verlos, pero sí escuchaba sus gritos de auxilio. Sentí terror.
Miré hacia todos lados y de pronto vislumbro en las aguas huracanadas, parte del vestido blanco y celeste de Magdalena, ella intentaba mantenerse a flote con uno de sus brazos, con el otro, afirmaba a Agustín que flotaba, tragaba agua y se hundía una y otra vez.
El capitán me tiró un flotador atado a una cuerda diciéndome: ¡láncelo lo más cerca de la señora para que se afirme! Lo hice una y otra vez, pero el viento desviaba mi objetivo en forma macabra. Magdalena luchaba tenazmente por mantenerse a flote, Agustín ya no se movía; pero ella continuaba afirmándolo con su brazo, diciéndole: respira mi amor, no te asustes, ya saldremos de esto... El oleaje era demasiado intenso haciendo imposible lograr salvarlos. Quise tirarme al agua e ir por ellos, pero mi fobia mantenía mis pies clavados a la embarcación. El capitán, que intuía mis intenciones de saltar, me gritaba: ¡no lo haga, es inútil, ya se los llevó… se los llevó!
De pronto, ya no sentí gritos ni nada y perdí completamente de vista el vestido celeste y blanco flotando en las aguas. Aunque me negaba a creerlo, supe que era el fin. Me quedé paralizado afirmado a la baranda, llamando entre sollozos a Magdalena y a Agustín, mirando esas aguas asesinas que me habían robado mi tesoro más preciado: mi familia.
El capitán transmitió un SOS por la radio, pronto llegó una embarcación de la capitanía del puerto que se unió a la búsqueda, pero la tormenta no cesaba ni daba oportunidad a encontrarlos.
Permanecimos muchas horas dando vueltas por el lugar, hasta ya entrada la noche. Finalmente la embarcación de rescate nos ordenó volver al muelle, indicando que la búsqueda la reiniciarían en la mañana temprano, si las condiciones del tiempo lo permitían.
Esa noche no pude conciliar el sueño… ni siquiera me acosté, sólo quería que llegara la mañana para reintentar la búsqueda, en mi delirio imaginaba que Magdalena habría sido empujada hacia alguna de las orillas y que estaría ahí con vida... ella y Agustín.
Pero… jamás los encontraron. Llanquihue, lugar de sumersión, ¡atrajiste a Magdalena y a mi hijo por años! Hasta que yo mismo te los entregué estúpidamente. ¿Destino?
Después de algunos días de vagar por ese lugar, regresé a Santiago. Yo era un muerto en vida. La depresión me atacó de tal forma que estuve cerca de seis meses sin poder incorporarme de mi lecho; no dormía ni comía; ni siquiera tenía ánimo de asearme… tampoco podía entablar conversaciones. Mi mente sólo rememoraba la fatal escena de la tormenta en el Llanquihue... Durante ese tiempo gracias a los cuidados de mi madre, comí contra mi voluntad, el mínimo como para subsistir. No tenía apego a la vida, me odiaba a mí mismo por no haber reaccionado a tiempo, por no haberlos salvado, por no haber muerto con ellos.
En ese tiempo, al principio la familia me apoyó, me acompañó, también mi socio del estudio jurídico. Pero después de esos meses, poco a poco se empezaron a distanciar las visitas tanto de familiares como amigos, hasta llegar a cero. La gente se cansa de los enfermos depresivos y los abandona. No es agradable estar en su compañía.
Recuerdo que la última vez que mi socio me visitó, me dijo: entiendo tu tristeza, es un duro golpe. Pero, la vida continúa, amigo. Eres joven y debes sobreponerte. Tienes a tu madre ya cansada y enferma y aún así ella casi no duerme por cuidarte. Es tiempo que tú te levantes y vuelvas a la normalidad. Por otra parte, los negocios no han estado muy bien y hemos perdido varios clientes, de los que tú atendías; ellos no quieren que yo u otro profesional de nuestro estudio lleve sus asuntos jurídicos. Ya sabes, son materias delicadas que te confiaron. No puedo esperarte más… Piénsalo y dame una respuesta pronta. Ya no puedo pagar tu remuneración mensual como si estuvieses activo; en nuestra sociedad, ya sabes acordamos compartir las ganancias y enfrentar las pérdidas por partes iguales. Hace 3 meses que estamos con “números rojos”…
Le escuché como si me hablara de otra persona, lo material, lo laboral carecía de toda importancia para mí. Aún así, en un acto de racionalidad, le dije: pon en venta esta propiedad. Con el 50% de su valor, compra una más pequeña para trasladarme junto a mi madre; despide a mis empleados y págales lo que corresponda, han sido leales servidores de la familia; que sólo permanezca la sirvienta que ha acompañado a mi madre hace 30 años. No necesitamos más. Quédate con lo que sea necesario para pagar mis deudas de estos 6 meses… y con el saldo, deja una cuenta a nombre de mi madre, así podrá hacer retiros mensuales para su mantención. En cuanto a mi futuro, ya veré cómo me las arreglo y consideraré la alternativa de regresar a nuestro trabajo. Te agradezco tu preocupación, paciencia y lealtad, amigo.
El socio cumplió fiel y cabalmente las instrucciones de Nerón, haciendo los arreglos financieros encomendados.
Nerón no tenía interés en vivir, pero se sentía demasiado cobarde como para poner fin a sus días; hasta para auto eliminarse hay que tener agallas y valentía- pensaba- ¿Cómo pueden decir que el suicidio es un acto de cobardía? Yo, que soy un cobarde, no soy capaz de hacerlo. Decidió entonces dejar a su madre instalada en la nueva y pequeña vivienda, con su futuro económico asegurado. Conversó con ella escuetamente, señalándole que necesitaba salir y viajar, para ordenar su vida, sus recuerdos y sentimientos.- No te preocupes madre; debo hacerlo para luego retomar las actividades profesionales-. La madre lo escuchó y con lágrimas en los ojos se despidió diciéndole: bendiciones, hijo mío.
Fue la última vez que se vieron.
Nerón salió de su casa, con un pequeño bolso en el que guardó un mínimo de ropa, algunos objetos personales y unos cuantos billetes, nada muy importante. Caminó lenta y largamente sin rumbo por la ciudad hasta que se hizo la oscuridad. Ésa fue su primera noche en la calle. La rivera del Mapocho fue por meses su hábitat, también lo fueron algunos parques y plazas. Allí, convivía con otros vagabundos como él, con más experiencia en el “oficio”, conoció y compartió sus miserables historias. Sentía que eran hermanados por la desgracia, lo que los transformaba en una especie de familia. Pasaron años, no recuerda cuántos, hasta que llegó a este barrio de Quinta Normal donde se asentó en los tiempos que le conocimos.
Un día, ya no lo vimos más. Nadie supo qué pasó con el tío Nerón.
Tiempo después alguien nos contó que Nerón murió abandonado, solo, tirado cual perro vago en alguna calle. Fue llevado a la morgue y luego enterrado como un NN en el cementerio general, en alguna fosa común donde van a parar los muertos que nadie reclama; aquellos que no tienen ni un solo ser humano que se apiade, que los recuerde y que los acompañe en ése, su último y definitivo viaje.
En efecto, su forma de hablar y de vestir, delataban que en otros tiempos- distintos para él- debió pertenecer, nacer y vivir, en una familia educada, culta e incluso, de cierto abolengo. Conservaba, a pesar de su apariencia, eso que llamamos don de gentes.
Corría la década de los 50 del siglo pasado, en un tradicional barrio de Quinta Normal al poniente de Santiago, donde encontramos residencias de familias esforzadas de trabajadores y estudiantes, ahí conocimos y, de alguna manera, convivimos con el tío Nerón.
Nunca supimos si ése era su verdadero nombre, si alguien le impuso ese apelativo o el mismo se había apodado así. Porque Nerón- emperador de la antigua Roma- no correspondía a la imagen y forma de ser de este singular pordiosero. Según dicen, los nombres marcan la vida de las personas. La trágica infancia del emperador romano o su tristemente célebre gobierno, nada de eso se parecía a nuestro tío Nerón; aquellos que estudian el significado y características que diferenciarían a las personas por su nombre, coinciden con las particularidades que Nerón mostraba: “creativo, innovador, comunicador, práctico e inteligente”.
Si hubiésemos podido reunir a otros hombres que, como él, vagan y viven en las calles, el tío Nerón se habría distinguido por su educación y atractivo. Aunque sabemos que la mayoría la gente de la calle- o en situación de calle, como le llaman en estos días- tiene escasa o ninguna educación, principal razón para encontrarse en este estado deplorable, no es extraño encontrar a otras personas similares a Nerón. Con lo cual, confirmamos la segunda causa de esta clase de indigencia: la drogadicción y el alcoholismo. El tío Nerón pertenecía a este segundo grupo, aunque nunca lo vimos borracho o con señales de encontrarse drogado, su aliento siempre hedía a alcohol. Además su palidez, así como su delgadez extrema junto con su caminar lento y su persistente tos, eran claros signos de que su salud estaba deteriorada. Si a esto le sumamos que su alimentación no era precisamente balanceada y realizada con la frecuencia que corresponde a un ser humano para permanecer saludable y vital, y que además dormía en una bodega ruinosa sobre un colchón abandonado que algún vecino caritativo le había facilitado, conforma un panorama poco humano de sobre vivencia. Claramente se notaba abandonado y enfermo.
No obstante, lo que más nos cautivaba era su forma de hablar: locuaz con una gran riqueza de vocabulario, excelente narrador características que, unidas a una esmerada pronunciación, hacían que Nerón destacase entre los habitantes del barrio, haciendo que siempre fuera un agrado escucharlo. Es más, a eso de las seis de la tarde, hora en que habitualmente aparecía por la plaza donde nos reuníamos para jugar, muchos de nosotros nos preparábamos para su llegada. Y cuando lo veíamos caminando a lo lejos, corríamos a su encuentro rodeándolo y saludando cariñosamente. Nerón formaba parte de nuestro paisaje habitual y era reconocido y admirado por todos.
Entre las muchas conversaciones y charlas que sostuvimos, las que iban desde temas domésticos hasta filosóficos, las que más llamaron nuestra atención se referían a la mitología griega y a la Europa antigua. En realidad nos entregaba verdaderas clases de historia; narraba con tal fluidez, dramatizando incluso para que los personajes cobraran vida ante nuestros ojos; nos encantaba con aquellas narraciones y nuestra imaginación volaba hasta el infinito creando los personajes y lugares que él nos mostraba a través de las palabras y acciones. Cuando relataba historias de los dioses del Olimpo al concluir, todos le decíamos a coro: ¡cuéntenos otra historia tío, otra, otra! Y él, invariablemente respondía: No, no, por hoy es suficiente. Y continuaba su caminar hacia lo que era su morada.
Los chicos en ese entonces, nos divertíamos jugando en las calles y plazas, con las típicas pichangas de barrio, con una pelota construida con medias y trapos viejos. Y conversábamos mucho. Eso marca una gran diferencia con los niños y jóvenes de inicios del siglo XXI. No había televisión ni Internet. Entonces, los amigos eran reales- de carne y hueso- la gente se conocía y sabíamos quiénes eran y cómo se llamaba cada vecino. Había más vida de barrios y en comunidad. Cosas que desafortunadamente se pierden parcialmente, no del todo, o se transforman con la denominada modernidad.
El tío Nerón formó parte durante años, de la vida de este barrio de Quinta Normal; pero era un personaje misterioso. Nadie le conoció familia ni actividad y su indigencia era más que evidente. A pesar de lo cual era querido, respetado y admirado por los chicos y jóvenes que le conocieron. Con su metro ochenta de estatura, nacido junto con el siglo, delgado casi famélico -la alimentación para él escaseaba- tenía el cabello cano y liso; en su rostro cubierto con una barba descuidada, destacaban sus ojos que siempre se veían atentos, alertas a los comentarios y preguntas de los jóvenes. Él disfrutaba de las charlas las que siempre culminaban con alguna enseñanza, no sólo respecto a temas de nuestro interés, sino que también sobre algunas vivencias. Sus consejos eran sabios y habitualmente provocaban que varios de sus oyentes quedasen pensando y meditando sobre el verdadero significado de estos mensajes.
Sus ropas raídas, en invierno siempre llevaba un abrigo largo y gris, que en sus buenos tiempos debe haber sido de telas inglesas y probablemente su primer propietario fue un caballero refinado o tal vez, le perteneció desde siempre… antes de transformar su forma de vida. Usaba camisas que alguna vez fueron albas, pero que con el excesivo uso, la falta de lavados cuidadosos con buenos detergentes, hacían que fuesen de colores amarillentos y desteñidos. Siempre sobre ellas usaba invariablemente una corbata. Sin duda, el tío Nerón alguna vez fue un caballero de cuello y corbata que después de los trágicos hechos- desconocidos para nosotros- que lo afectaron junto a la que fue su familia, ahora no era más que una dramática y desdibujada mueca.
De ahí es que nos preguntábamos, cómo puede una persona que, aparentemente, lo tuvo todo en la vida llegar a esos grados de indigencia extrema; qué hace que pierda su autoestima y las ganas de trabajar y vivir dignamente; qué sucede para que la familia lo abandone o él decida dejarla, lo excluya y simplemente no lo acepte, no lo acoja y lo bote cual mueble en desuso y haga cuenta que ya no existe.
El tío Nerón intuía estos pensamientos e interrogantes nuestros, pero jamás se refiero a ellos. Guardaba celosamente su historia personal; esa que quería comprender, aceptar, recordar sin que se le partiera el corazón. Sin embargo, a pesar del paso de los años jamás logró que ello ocurriera.
Únicamente cuando lograba reunir algunos pesos, adquiría una botella de vino y unos cigarrillos, estando solo en la bodega que le servía de habitación, entonces se sentaba en su raído colchón, bebía lentamente su licor y con frecuencia rememoraba una y otra vez los hechos que cambiaron fatalmente su vida, imaginando cómo sería el hoy, si la historia de su vida hubiese sido distinta.
- ¿Acaso el destino está escrito y nacemos marcados por un sino? - se preguntaba Nerón- recuerdo ese viaje al sur del país. Magdalena mi joven y bella esposa, siempre había querido conocer el lago Llanquihue; decía que le encantaría navegar por esa aguas frías y quietas mirando el volcán Osorno que se yergue majestuoso en ese paisaje sureño, similar al paraíso. Magdalena con frecuencia leía y estudiaba en los libros que teníamos en casa todos los detalles de la zona: su geografía e historia, leyendas, características de todo tipo y a menudo se preguntaba ¿por qué le habrán puesto ese nombre?- se había informado que la palabra Llanquihue significa " lugar de sumersión"- Debe tener una historia; alguien o algo se hundió, se sumergió de manera extraordinaria y marcadora… el nombre de un lugar siempre tiene relación con un hecho o una característica específica; pero no logro encontrar el origen- decía-. A veces me parecía que esta idea que rondaba los pensamientos de Magdalena era como una obsesión ¿Por qué ese interés desmesurado en una zona tan lejana, que jamás había visitado?
Tal vez le entusiasmaba ese lago por ser uno de los más grandes de Chile. Conocer los pueblos y villorrios de su extenso litoral; en sus riberas están asentadas las ciudades de Puerto Varas, Frutillar y Puerto Octay, famosas por sus bellas playas. Ésas probablemente eran sus motivaciones.
En cambio- reflexionaba Nerón- a mí nunca me han atraído los lagos, el mar, ni los ríos. Desde pequeño sentía una verdadera fobia a las grandes extensiones de agua. Era un temor superior a mi racionalidad. Evitaba acercarme a esos lugares porque me provocaban una angustia y ansiedad tal, que me dificultaba hasta la respiración y una especie de nudo en el estómago me perturbaba al punto que sentía que mis piernas flaqueaban y la sensación de un desmayo inminente, me agobiaba profundamente.
Un día tomé la decisión. Mi amor por Magdalena era superior a cualquier cosa, incluso a mis temores irracionales e incontrolables; de modo que me propuse sorprenderla y planear este viaje, con todo detalle, para nuestro quinto aniversario de matrimonio. Viajaríamos los tres: Magdalena, Agustín nuestro pequeño hijo de dos años y yo. Lo haríamos desde Santiago hasta Frutillar. Estaríamos un par de semanas, recorreríamos los pueblos y playas y, por su puesto, nos embarcaríamos para recorrer el extenso lago, como mi Magdalena soñaba.
Cuando les comuniqué mi decisión ambos me abrazaron felices, Magdalena lloraba de emoción y Agustín saltaba y corría por todo el living gritando y aplaudiendo. Me hicieron sentir muy contento, incluso pensé: debí haberlo decidido antes… Ella siempre ha deseado con ilusión visitar el lago Llanquihue.
El viaje se inició tal y como lo habíamos planeado. Nos instalamos en un pequeño y confortable hotel, con vista al lago. Se veía imponente, sus aguas tranquilas iban y venían hacia la playa. Muchos turistas y veraneantes caminaban por las orillas y gozaban de sus frías aguas, así como del paisaje pleno de flores, plantas de múltiples tonalidades, bosques en distintas gamas de verde, café y ocre; las aguas azules y la arena gris, que -en conjunto con las viviendas multicolores semejaban una acuarela del mejor pintor.
La primera tarde estuvimos varias horas en la playa, mi hijo Agustín corría sin cesar, siguiendo el recorrido de las pequeñas olas que llegaban hasta la orilla; Magdalena jugaba con él, casi como si también fuese una pequeña niña. Yo los observaba y me deleitaba de verlos disfrutando verdaderamente de ese momento y ese lugar. Entre los tres, construimos un castillo de arena el que adornamos con ramas y piedrecillas que recogimos desde la playa y sus alrededores. Fue verdaderamente una tarde encantadora. Me sentía henchido; nada me hacía más feliz que ver a los míos contentos.
Más tarde, caminamos por la costanera observando y comentando cada detalle. Magdalena estaba muy emocionada y no paraba de narrar lo que había leído sobre ese lugar, comprobando a cada paso sus conocimientos teóricos, hoy hechos realidad. Nuestro paseo culminó con la puesta de sol. El cielo comenzó a cambiar de color mostrando bellos colores amarillos, rojos y anaranjados, casi violetas hasta que la noche cubrió todo el cielo y las pequeñas luces de la costanera comenzaron a encenderse.
Regresamos a nuestro hotel y sentimos que la vida nos daba oportunidades fantásticas de disfrutar en familia, de la naturaleza y los nuevos lugares.
Al día siguiente, amaneció completamente despejado, el cielo estaba profundamente azul. Ni una sola nube podía vislumbrarse, salvo unas pequeñas, que cerca del volcán Osorno. Nos alegró que fuese así, particularmente porque la zona se caracteriza por las lluvias frecuentes, incluso en verano. Ese día, 25 de febrero, era ideal para, por fin, hacer nuestro paseo en lancha, como Magdalena tantas veces imaginaba. La temperatura era muy grata, de modo que no necesitábamos abrigarnos demasiado. Magdalena quiso usar un vestido, aunque a mí me hubiese parecido más apropiado pantalones para estar más cómoda en la embarcación, la que, por cierto, había dejado comprometida la tarde anterior. Ese día era exactamente el día que cumplíamos 5 años de feliz matrimonio.
Ella eligió un vestido celeste con blanco que le quedaba muy bien, marcaba graciosamente su figura y parecía que sus ojos azules resaltaban aún más. Su pelo rubio amarrado con una cinta blanca era el marco perfecto para semejar a una princesa. Magdalena estaba radiante, ¡por fin uno de sus más caros anhelos se cumplirían! Agustín también estaba muy entusiasmado, su madre se había encargado de motivarlo e ilusionarlo de manera que el chico estaba muy ansioso por embarcarse. Tanto era lo que su imaginación de niño fluía, que me dijo: padre cuando sea mayor, quiero ser capitán de un barco muy grande, así podré llevar a mi madre y a ti por todos los mares del mundo.
Luego de tomar nuestro desayuno- alrededor de las 9 de la mañana, no había apuro- el que se caracterizó, entre otros manjares, por un trozo de exquisito kuchen de nueces, típico de la zona, nos dirigimos hacia el embarcadero, donde estaba nuestro capitán con la lancha, dispuesto a zarpar. Habíamos acordado hacer un paseo de aproximadamente una hora, de modo que nos alejaríamos de la costa una media hora, para luego regresar; me pareció prudente. Ni muy largo ni muy breve. Era mi regalo para Magdalena.
Subimos a la embarcación. Decidí que era mejor y más seguro arrendar una lancha con su piloto, para dedicarnos a admirar los paisajes y que Magdalena y Agustín disfrutaran verdaderamente de este paseo; en cuanto para mí, me propuse ocultar al máximo mis miedos aunque sabía que sería una experiencia estresante; mi excesivo temor a las aguas profundas, más aún cuando siento que nos alejamos demasiado de la costa, me hace muy mal. Pero, ése sería mi secreto; nada debía empañar la alegría de mi esposa e hijo.
Lentamente la embarcación se alejó de la playa, las aguas calmadas nos mecían suavemente y podíamos apreciar la belleza de la ciudad desde el lago. Los tres sentados conversábamos y reíamos. Magdalena no cesaba de decir… ¡maravilloso!… ¡perfecto!… ¡grandioso!
Pronto ya no veíamos la playa, justamente cuando dejé de distinguirla, el cielo se nubló muy rápidamente y el cielo se cubrió con unos negros nubarrones que presagiaban una lluvia inminente. Magdalena sintió frío. La abracé para abrigarla, mientras pregunté al capitán de la lancha si llovería y de ser así, era mejor regresar de inmediato.
- No se preocupe- respondió. El lago es así. Como ve, nunca tendremos seguridad de cómo estará el tiempo. Las nubes permanecerán de una u otra forma; de todos modos, las aguas siguen calmas, no debemos inquietarnos. No obstante no alcanzaron a pasar ni 5 minutos desde que el piloto pronunció esas palabras tranquilizadoras, cuando nos envolvió una fuerte ráfaga de viento tibio. Las aguas comenzaron a agitarse y encresparse peligrosamente, la embarcación subía y bajaba dando golpes secos al caer, los que hicieron que el agua entrara a raudales y nos empapara de pies a cabeza. Simultáneamente comenzó una lluvia torrencial que caía en forma oblicua y el cielo se puso muy oscuro, casi negro. El viento no cesaba y a cada minuto adquiría mayor velocidad.
Mis compulsivos miedos al agua se hicieron presentes de golpe. Sentí que casi no podía respirar; de mi pecho salía un silbido cada vez que dificultosamente inspiraba. Intenté calmarme, pero la sensación de ahogo era insoportable. Las aguas seguían agitadas y en aumento. Mi corazón latía muy rápidamente, incluso se me apretó la garganta como si una mano fuerte me estuviese estrangulando, me temblaban las piernas.
En ese momento escucho al capitán anunciando: ¡estamos en una tormenta! No había visto una así hace años y menos en esta fecha. Deben entrar ahora a la cabina para protegerse, háganlo tomados de la mano, caminen con mucho cuidado y siempre afirmándose fuertemente de la baranda, este lago suele ser traicionero.
Magdalena tomó a Agustín en brazos y yo la tomé a ella por la cintura afirmándola para comenzar la caminata de unos cuantos metros nada más, pero que me parecía eterna. En ese instante, sentí un ruido estremecedor y quedé completamente ciego por el agua. Una ola gigante golpeó la proa de la embarcación para luego, en segundos, cubrirla completamente. Caí al suelo y fui arrastrado varios metros dando vueltas y tumbos cual torbellino, azotándome entre las maderas de la lancha. No tengo una clara percepción de cuánto duró ese infierno, pero sé que deben haber sido sólo algunos segundos. Cuando por fin pude agarrarme de uno de los palos de la escalerilla, me froté los ojos para ver y grité ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Magdalena!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Agustín!!!!!!!!! ¡Por Dios! ¿Dónde están? No lograba verlos, pero sí escuchaba sus gritos de auxilio. Sentí terror.
Miré hacia todos lados y de pronto vislumbro en las aguas huracanadas, parte del vestido blanco y celeste de Magdalena, ella intentaba mantenerse a flote con uno de sus brazos, con el otro, afirmaba a Agustín que flotaba, tragaba agua y se hundía una y otra vez.
El capitán me tiró un flotador atado a una cuerda diciéndome: ¡láncelo lo más cerca de la señora para que se afirme! Lo hice una y otra vez, pero el viento desviaba mi objetivo en forma macabra. Magdalena luchaba tenazmente por mantenerse a flote, Agustín ya no se movía; pero ella continuaba afirmándolo con su brazo, diciéndole: respira mi amor, no te asustes, ya saldremos de esto... El oleaje era demasiado intenso haciendo imposible lograr salvarlos. Quise tirarme al agua e ir por ellos, pero mi fobia mantenía mis pies clavados a la embarcación. El capitán, que intuía mis intenciones de saltar, me gritaba: ¡no lo haga, es inútil, ya se los llevó… se los llevó!
De pronto, ya no sentí gritos ni nada y perdí completamente de vista el vestido celeste y blanco flotando en las aguas. Aunque me negaba a creerlo, supe que era el fin. Me quedé paralizado afirmado a la baranda, llamando entre sollozos a Magdalena y a Agustín, mirando esas aguas asesinas que me habían robado mi tesoro más preciado: mi familia.
El capitán transmitió un SOS por la radio, pronto llegó una embarcación de la capitanía del puerto que se unió a la búsqueda, pero la tormenta no cesaba ni daba oportunidad a encontrarlos.
Permanecimos muchas horas dando vueltas por el lugar, hasta ya entrada la noche. Finalmente la embarcación de rescate nos ordenó volver al muelle, indicando que la búsqueda la reiniciarían en la mañana temprano, si las condiciones del tiempo lo permitían.
Esa noche no pude conciliar el sueño… ni siquiera me acosté, sólo quería que llegara la mañana para reintentar la búsqueda, en mi delirio imaginaba que Magdalena habría sido empujada hacia alguna de las orillas y que estaría ahí con vida... ella y Agustín.
Pero… jamás los encontraron. Llanquihue, lugar de sumersión, ¡atrajiste a Magdalena y a mi hijo por años! Hasta que yo mismo te los entregué estúpidamente. ¿Destino?
Después de algunos días de vagar por ese lugar, regresé a Santiago. Yo era un muerto en vida. La depresión me atacó de tal forma que estuve cerca de seis meses sin poder incorporarme de mi lecho; no dormía ni comía; ni siquiera tenía ánimo de asearme… tampoco podía entablar conversaciones. Mi mente sólo rememoraba la fatal escena de la tormenta en el Llanquihue... Durante ese tiempo gracias a los cuidados de mi madre, comí contra mi voluntad, el mínimo como para subsistir. No tenía apego a la vida, me odiaba a mí mismo por no haber reaccionado a tiempo, por no haberlos salvado, por no haber muerto con ellos.
En ese tiempo, al principio la familia me apoyó, me acompañó, también mi socio del estudio jurídico. Pero después de esos meses, poco a poco se empezaron a distanciar las visitas tanto de familiares como amigos, hasta llegar a cero. La gente se cansa de los enfermos depresivos y los abandona. No es agradable estar en su compañía.
Recuerdo que la última vez que mi socio me visitó, me dijo: entiendo tu tristeza, es un duro golpe. Pero, la vida continúa, amigo. Eres joven y debes sobreponerte. Tienes a tu madre ya cansada y enferma y aún así ella casi no duerme por cuidarte. Es tiempo que tú te levantes y vuelvas a la normalidad. Por otra parte, los negocios no han estado muy bien y hemos perdido varios clientes, de los que tú atendías; ellos no quieren que yo u otro profesional de nuestro estudio lleve sus asuntos jurídicos. Ya sabes, son materias delicadas que te confiaron. No puedo esperarte más… Piénsalo y dame una respuesta pronta. Ya no puedo pagar tu remuneración mensual como si estuvieses activo; en nuestra sociedad, ya sabes acordamos compartir las ganancias y enfrentar las pérdidas por partes iguales. Hace 3 meses que estamos con “números rojos”…
Le escuché como si me hablara de otra persona, lo material, lo laboral carecía de toda importancia para mí. Aún así, en un acto de racionalidad, le dije: pon en venta esta propiedad. Con el 50% de su valor, compra una más pequeña para trasladarme junto a mi madre; despide a mis empleados y págales lo que corresponda, han sido leales servidores de la familia; que sólo permanezca la sirvienta que ha acompañado a mi madre hace 30 años. No necesitamos más. Quédate con lo que sea necesario para pagar mis deudas de estos 6 meses… y con el saldo, deja una cuenta a nombre de mi madre, así podrá hacer retiros mensuales para su mantención. En cuanto a mi futuro, ya veré cómo me las arreglo y consideraré la alternativa de regresar a nuestro trabajo. Te agradezco tu preocupación, paciencia y lealtad, amigo.
El socio cumplió fiel y cabalmente las instrucciones de Nerón, haciendo los arreglos financieros encomendados.
Nerón no tenía interés en vivir, pero se sentía demasiado cobarde como para poner fin a sus días; hasta para auto eliminarse hay que tener agallas y valentía- pensaba- ¿Cómo pueden decir que el suicidio es un acto de cobardía? Yo, que soy un cobarde, no soy capaz de hacerlo. Decidió entonces dejar a su madre instalada en la nueva y pequeña vivienda, con su futuro económico asegurado. Conversó con ella escuetamente, señalándole que necesitaba salir y viajar, para ordenar su vida, sus recuerdos y sentimientos.- No te preocupes madre; debo hacerlo para luego retomar las actividades profesionales-. La madre lo escuchó y con lágrimas en los ojos se despidió diciéndole: bendiciones, hijo mío.
Fue la última vez que se vieron.
Nerón salió de su casa, con un pequeño bolso en el que guardó un mínimo de ropa, algunos objetos personales y unos cuantos billetes, nada muy importante. Caminó lenta y largamente sin rumbo por la ciudad hasta que se hizo la oscuridad. Ésa fue su primera noche en la calle. La rivera del Mapocho fue por meses su hábitat, también lo fueron algunos parques y plazas. Allí, convivía con otros vagabundos como él, con más experiencia en el “oficio”, conoció y compartió sus miserables historias. Sentía que eran hermanados por la desgracia, lo que los transformaba en una especie de familia. Pasaron años, no recuerda cuántos, hasta que llegó a este barrio de Quinta Normal donde se asentó en los tiempos que le conocimos.
Un día, ya no lo vimos más. Nadie supo qué pasó con el tío Nerón.
Tiempo después alguien nos contó que Nerón murió abandonado, solo, tirado cual perro vago en alguna calle. Fue llevado a la morgue y luego enterrado como un NN en el cementerio general, en alguna fosa común donde van a parar los muertos que nadie reclama; aquellos que no tienen ni un solo ser humano que se apiade, que los recuerde y que los acompañe en ése, su último y definitivo viaje.
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