UN VIAJE DISTINTO

Estaba muy deprimida, parecía que las energías se me agotaban y tenía pocos deseos de moverme. En realidad, me habría gustado quedarme unos días en casa haciendo… ¡nada! Sin embargo, debía continuar cumpliendo con mi trabajo que esta vez me imponía viajar desde la capital hasta Concepción.

- Bueno- me dije - ¡Animo! No tengo alternativa, habrá que hacerlo.Decidí que me ayudaría si hacía un “viaje distinto”. De modo que en lugar de trasladarme en bus, que es el medio habitual que utilizaba en ese entonces, lo haría en tren. Viajar en tren siempre tiene algo especial y, aunque demora más tiempo, hay otras ventajas que me vendrían muy bien. Con este pensamiento planifiqué mi viaje, esperando que durante esas horas, podría- además de disfrutar del paisaje- escribir un artículo que me habían encomendado; en el tren tendría la comodidad de hacerlo. Además leería una revista, podría tomar mi cafecito acompañado de un cigarrillo, todo lo cual, no es posible hacerlo en un bus. Además, rememoraría épocas de mi infancia, cuando viajaba en tren a visitar a mis abuelos que vivían en mi ciudad natal, Melipilla, lo que para mi constituía una verdadera fiesta. Me dispuse, entonces, a realizar mi viaje y a levantar mi ánimo.

LA PARTIDA
Alrededor de las dos de la tarde de un frío día de marzo, llegué a la Estación Central, para abordar el tren que me trasladaría a Concepción. Ubiqué mi carro y mi asiento, el 22 B. Me di cuenta que la numeración de los asientos se repetía en la izquierda y la derecha. ¿Cuál sería el que me correspondía? Bueno- pensé- si me he equivocado, tendré que cambiarme, no es mayor problema. El viaje demoraría aproximadamente 8 horas, de modo que debía acomodarme bien y sentirme grata.

Dejé mi equipaje en el maletero sobre el asiento en el que me instalé y comencé a prepararme para iniciar - junto a la partida del tren - las tareas que me había propuesto. Sin embargo, mis proyectos comenzarían a verse alterados a partir de ese instante. En efecto, llegó el pasajero que sería mi compañero accidental de viaje, ocupando el asiento contiguo al mío. Esto me incomodó un poco, por cuanto se trataba de un hombre obeso, extremadamente rollizo, de unos 60 años, que resoplaba insistentemente producto de su agitación por abordar el tren a última hora, y además, por su gran envergadura, también ocupaba parte de mi espacio. Me molestó su actitud que era- sin lugar a dudas- la de entablar una conversación conmigo, buscando diversas alternativas que yo sólo respondía con monosílabos, parcamente.

Si conversaba con él, mi artículo no podría ser escrito, mi revista no podría ser leída, no podría disfrutar silenciosamente del paisaje. No tenía el más mínimo deseo de gastar mi tiempo- recurso por lo demás escaso- conversando con ese poco agradable y no elegido compañero de viaje. Afortunadamente, pronto descubrí que me había equivocado de asiento. El 22 que me correspondía, estaba a la izquierda y no a la derecha como yo pensé

Rauda y presurosa, me cambié. El asiento del lado esta vez, estaba ocupado por una joven estudiante, que parecía tener demasiado sueño, dedicándose a dormitar durante gran parte del viaje, situación que me parecía favorable por cuanto me permitiría llevar a cabo, sin mayores dificultades, las tareas que me había propuesto.

Lentamente el tren comenzó a moverse, los pasajeros terminaban de acomodarse- aunque era un carro para fumadores- también viajaban algunos niños. Comenzó entonces la actividad propia del personal de ferrocarriles que trabaja para atender a los pasajeros. La primera funcionaria que apareció fue la azafata; una joven alta y delgada, no muy buena moza pero bien maquillada y sonriente. Ella indicaba con su afable sonrisa a cada uno de los pasajeros: al fondo a mano derecha, se encuentra el servicio higiénico. Servicio que me propuse no ocupar salvo una verdadera y real emergencia. Acto seguido, el infaltable vendedor de diarios y revistas, que voceaba su mercadería en monótono y mecánico tono. Compré una de aquéllas llamadas femeninas, quería una lectura liviana, que me permitiera distraerme y olvidar el trabajo y los problemas personales. Nada que requiriera mucha concentración.

Más adelante, se presenta en mi carro el conductor, caminando por el pasillo, revisa rigurosa y rutinariamente uno a uno los boletos, chequeando los destinos de cada pasajero. Era un hombre de mediana estatura, contextura robusta sin ser gordo, canoso, usaba lentes, de aproximadamente unos 60 años, lucía su uniforme impecable. Era atento, aunque demasiado serio, se notaba fácilmente su profesionalismo y gran experiencia en el desempeño de esta función.

El tren avanzaba cada vez más rápido, hasta alcanzar una velocidad que mantuvo uniformemente; su vaivén hacía un poco difícil mi escritura, aunque no lo suficiente como para renunciar a mi propósito. De vez en cuando, mi mirada iba hacia la ventana observando ese hermoso paisaje de campo, característico de la zona central de nuestro país: grandes extensiones de terreno con diversas plantaciones, geométricamente dispuestas en cuadrados o rectángulos con diversas tonalidades de verdes, amarillos, cafés. Otras, presentaban conjuntos de árboles de distintas edades, colores y formas, los que a pesar de estar tan solos, tan aislados, se exhiben llenos de vida como si cada día una mano amiga los cuidara, los alimentara con cristalinas y vivificadoras aguas de manantial. De vez en cuando una o más chozas en la orilla de la línea férrea y algunas personas: hombres, mujeres, niños. Los primeros, particularmente si son ancianos, habitualmente están sentados o caminando lentamente, mirando indiferentes el paso del tren. Para ellos tal vez sea una rutina de toda su vida; otros, sembrando, arando la tierra o desarrollando algún trabajo específico del campo.

Las mujeres casi siempre se las veía en pleno desarrollo de sus labores domésticas, lavando ropa - propia o ajena- en las artesas de madera en algún rincón del patio, colgando sus ropas en los arbustos; otras, con un pequeño de mejillas rojas- por el frío o la sequedad de su piel- entre sus brazos. Mujeres campesinas esforzadas y silenciosas, de cabellos amarrados con una cinta o un pañuelo, haciendo un moño para evitar que les moleste en la cara.

Miré con mayor atención a los niños, que casi siempre estaban corriendo junto a la vía férrea e inevitablemente diciendo adiós con sus manitas. Y, por supuesto, con una gran sonrisa que se amplía aún más cuando alguno de los pasajeros del tren responde a su saludo.

Y, finalmente, la carretera, que en gran parte del trayecto puedo ver tan cerca de la línea férrea, a veces por la izquierda, en ocasiones por la derecha, con los diversos vehículos particulares, de pasajeros o de carga que por ella circulan. Todos invariablemente observan el tren, como si fuese un elemento natural del paisaje; muchos sonríen y saludan, algunos bocinazos se intercambian entre nuestro tren y alguno de los vehículos. Somos compañeros de viaje y ese hecho nos transforma en especie de amigos en la carretera.

Avanza el tren, avanza el tiempo. Mis actividades casi concluidas. He escrito, leído, disfrutado del paisaje, de mi café, de mi cigarrillo. He recordado momentos actuales y lejanos de mi existencia. Pronto estaré en mi destino: la estación de la ciudad de Concepción. Las horas han pasado armoniosamente. Ahora sólo espero esa llegada.El tren continúa su monótono y rutinario recorrido, deteniéndose en algunas estaciones, las menos, las más importantes. Última parada Chillán, allí desciende— mi compañera de viaje, con la que ni siquiera intercambiamos la más mínima palabra. Estamos cerca de Concepción- pensé- pronto llegaremos a destino.

EL CORTOCIRCUITO
Ya había anochecido. Eran poco más de las nueve de la noche. El tren debía arribar aproximadamente a las diez y media a Concepción. De pronto, sentimos un ruido similar a un cortocircuito, a un problema eléctrico. Recordé cuando en casa fallaba algún tapón. Eso, pero multiplicado por diez. El carro quedó completamente a oscuras, el tren continuó su marcha por la inercia, hasta que se detuvo totalmente. Carreras, voces de mando, exclamaciones, preguntas. Por la ventana pude observar cómo el maquinista y algunos de los empleados premunidos de una linterna, intentaban descubrir qué había fallado, trataban de reparar algo, casi con su imaginación porque prácticamente no disponían de herramientas, al menos no se veía que las tuviesen. Luego, de varios martillazos, tirones, abrir y cerrar puertas, volvió la luz. El tren comenzó nuevamente la marcha. Comentarios entre los pasajeros. Yo, sólo observaba atentamente. Unos minutos después, lo mismo: ruido de cortocircuito, apagón de luces, detención lenta de la marcha del tren, carreras, voces de mando, exclamaciones, preguntas... ¡Tres veces ocurrió la misma situación! La diferencia sólo estaba en que cada parada era más larga que la anterior. El tiempo comenzó a pasar rápidamente. Ya no llegaríamos ni siquiera cerca de la hora prevista. Algunos pasajeros comenzaron a impacientarse. En el carro en el que yo me encontraba, sólo quedábamos dos personas: una mujer que parecía no alterarse en lo absoluto ante esta situación y continuaba con su tejido, produciendo un rítmico sonido con sus palillos metálicos, incluso cuando no había luz. Sin embargo, de los carros vecinos, venían e iban los pasajeros tratando de obtener información en el carro-comedor que estaba inmediatamente delante del mío, lugar donde se reunía la tripulación.

Comenzaron a surgir las primeras dificultades: el carro comedor y bar- según me enteré- sólo entrega servicios hasta Chillán, en esa ciudad el concesionario retira los balones de gas y los alimentos que queden. Por lo tanto, no hay elementos ni siquiera para preparar un café, menos para un sándwich o algo sólido.

- Quisiera comer algo. Tengo hambre- dijo un hombre alto y delgado que se acercó a la puerta.- Lo lamento señor, no tenemos servicio de bar- fue la respuesta que recibió del encargado.
- Pero un café sería bueno para el frío- replicó.
- No es posible; el servicio es hasta Chillán.
El hombre, se retiró resignado volviendo a su carro.
- Necesito agua para preparar la leche de mi guagua- dijo un joven padre mostrando la mamadera y un pequeño tarro con leche en polvo, mientras la madre trataba de calmar al bebé que no cesaba de llorar, cada vez con más fuerza. Claro, si el viaje se estaba alargando en horas, los bebés no podían esperar para su alimentación y había más de uno, junto a otros niños pequeños. ¡El hambre duele!

Rápidamente se pusieron en marcha la actitud solidaria y la responsabilidad de los encargados de nuestro averiado medio de transporte. Simultáneamente - luego del último intento por reparar el problema eléctrico- el tren comenzó a moverse lento, muy lentamente, pero su movimiento fue hacia atrás, retrocedió varios kilómetros. No podría determinar cuántos, la marcha era pesada, pero me pareció muy larga. Recién entonces el maquinista- que ya no se veía tan bien como al inicio del viaje, pareciera que lo inusual de la situación lo tenía realmente nervioso- con voz grave y procurando mantener la calma- característica que ya casi nadie poseía- informó:

- Señores Pasajeros, por favor, un minuto de atención: tenemos un problema eléctrico, por lo que estamos regresando a la estación más cercana donde esperaremos a una locomotora, que ya han enviado desde Concepción. Esta nueva locomotora nos remolcará hasta nuestro destino.
- ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?- preguntó un hombre despeinado y agitado.- Bueno- replicó el conductor- estamos aproximadamente a media hora de Concepción. Por lo que estimamos que en una hora más ya estaremos en la estación final.- ¡Pero yo debo viajar a Talcahuano!...
- ¡Y yo a Chiguayante!- exclamaron casi a coro un par de pasajeros- a esta hora ya no encontraremos la locomoción que nos traslade. El último bus sale a las once...- No se preocupen señores, ferrocarriles responde- señaló en tono muy seguro el conductor.
Pensé en las personas que me estarían esperando en la estación y también que ellos sabían el nombre y ubicación del hotel donde tenía mi reserva de habitación. Probablemente no se quedarían mucho tiempo más en esa espera. La noche estaba fría, demasiado fría y oscura; conozco muy poco esa ciudad. También comencé a preocuparme porque al día siguiente debía iniciar mi trabajo y no sabía exactamente en qué lugar se desarrollaría; sólo conocía el nombre de la comuna: Lota. Mientras más demorara en llegar, menos probabilidades tendría de encontrar a mis compañeros de trabajo. Por lo tanto, debía hacer algo por mí misma para solucionar esta situación.
Decidí entonces que podía apurar mi llegada si descendía del tren y caminaba hasta la carretera; esa carretera que había visualizado tantas veces cercana a la línea del tren en el transcurso del viaje. Sólo que en ese momento no podía verla, afuera estaba muy oscuro y ni siquiera lograba darme cuenta si ésta se encontraba hacia la izquierda o hacia la derecha del tren.

-Camino hasta la carretera, y abordo cualquier bus que me lleve a Concepción- pensé, alegrándome de estar sola. Si viajase con niños, sería más complicada esta decisión.Mientras tanto, algunos de los empleados del coche comedor habían tomado un jarro y otros tiestos con los que descendieron del tren y solicitaron agua hervida y caliente en las casas cercanas a esa pequeña y abandonada estación de pueblo, la que tenía la apariencia de no haber recibido en años la parada de algún tren. Los bebés seguían llorando, manifestando de esa forma su desagrado, los padres preocupados, muchos pasajeros más que enojados, molestos, expresaban a viva voz su descontento y reclamaban por la mala atención. Todo el mundo parecía muy alterado.

Mi plan era excelente. Me incorporé del asiento y antes de tomar mi equipaje, pregunté calmadamente al conductor- pretendiendo mostrar que la situación no me alteraba en lo absoluto- ¿Hacia dónde queda la carretera? Pienso irme caminando y tomar un bus- dije en un tono decidido.

- Señora, no le recomiendo que haga eso. La carretera está al otro lado de ese cerro, es muy lejos y no hay camino, no podría llegar caminando. Cálmese y tenga paciencia, pronto llegará la locomotora a buscarnos.

Con decepción pude darme cuenta que mi "brillante plan", distaba mucho de serlo. Pareciera que en el único tramo en que dejé de ver la carretera era justamente éste, donde ahora nos encontrábamos detenidos sin poder hacer nada más que esperar...Empecé a sentir frío y hambre. Me arrepentí de no haber comido algo antes. Ahora no tenía alternativa. Pensé que lo mejor era mantener la calma, tratar de descansar y no preocuparme más de la cuenta por la situación en que estábamos.

- Es un viaje distinto, hay que vivirlo- me dije resignadamente. Me acomodé ocupando los dos asientos y me cubrí con mi chaquetón, quedando muy acurrucada para evitar el frío, ésta era una buena manera de esperar. Muy pronto, dormía profundamente. Sin embargo, mi sueño fue interrumpido...

- Señora, ¿hacia dónde se dirige, hay alguien que la espere, necesita alojamiento?- preguntaba una amable voz de hombre. Abrí los ojos y con sorpresa vi junto al conductor, a una pareja de carabineros que- premunidos de sus abrigadoras mantas- estaba encuestando a los pasajeros para coordinar la llegada a destino. Ya había avanzado mucho, demasiado, la fría y oscura noche.

- Voy a Concepción y tengo reserva en un hotel, gracias, creo que todo estará bien.- Cualquier problema, señora, ferrocarriles responde- agregó nuevamente el conductor.Me incorporé, encendí un cigarrillo y me dispuse a continuar en silencio mi involuntaria espera. El ruido rítmico de los palillos de la única compañera de carro, no cesaba, salvo algún carraspeo que ella de vez en cuando emitía.

Nuestro carro era el paso obligado de todas las personas desde y hacia el comedor. Así logré ver y escuchar a todos los que querían más información, a los que estaban enojados, asustados, preocupados, trabajando o ansiosos. Yo observaba y me mantenía en silencio, aunque no puedo negar que también me sentía un tanto temerosa. Pude escuchar las conversaciones que se producían entre el personal del tren, quienes- al igual que nosotros- esperaban resignadamente tratando de esquivar a los airados pasajeros cuyos reclamos no podían atender. Al principio, hacían algunas bromas con respecto a esta inesperada detención y también comentaban situaciones festivas de sus propias vidas. No obstante, en la medida que transcurría el tiempo, sus comentarios fueron variando hacia la seriedad y las risas se alejaron del todo.

No sé si fue por su juventud o por tratarse de la única mujer que componía la tripulación, el hecho es que la protagonista de la conversación resultó ser la azafata.- Puchas, ojalá que no demore mucho la locomotora en llegar. Sergio me estará esperando en Conce. Y... ¡es tan amoroso! Hace como quince días que no nos vemos, lo echo de menos.

- Oiga Olguita, ¿hasta cuándo va a estar suspirando por ese gallo? ¡Si no vale la pena! Usted es una mujer joven y buena moza se merece algo mejor que el tal Sergio- dijo uno de los hombres.
- ¿Por qué dice eso?- preguntó la azafata.
- Claro pues. ¿Cómo no va a encontrar a un joven soltero como usted que la merezca? El Sergio nunca se va a separar, al menos no por usted... ¿Cuánto tiempo hace que está con él?
- Ya casi un año...
- ¿No ve? si los casados que se meten con jovencitas es pa' puro pasarlo bien. No tienen ninguna intención de concretar nada... y usted le está regalando su juventud a alguien que no la merece.
- Oiga don Pedro, ¿Usted cree que no lo he pensado? ¡Muchas veces! Y también muchas veces me he propuesto decirle: hasta aquí no más llegamos. Pero cuando lo veo y me sonríe... y me toma entre sus brazos... y me hace el amor... - suspiró- ¡soy incapaz de resistirlo!...El es... ¿cómo le explico ?... es... ¡lo mejor que me ha pasado!... Claro que me da rabia pensar que nunca vamos a vivir juntos, formar una familia, tener hijos... ¡Me encantaría tener un hijo de Sergio!... Sería tan lindo como él: morenito, con pelo crespo y con unos ojos negros, profundos... sonrientes...
- ¿Cuánto más demoraremos en partir?- preguntó la azafata cambiando de tema, como si estuviera incómoda con sus confesiones - Si no llego a tiempo, capaz que Sergio crea que no volveré más. La última vez que nos vimos lo pasamos discutiendo. Debe pensar que ya no lo quiero...

En el intertanto, el hombre encargado del coche comedor, se me acercó y sentándose a mi lado señaló:
- Disculpe, señora, ¿puedo acompañarla un rato? Usted es la única persona que no ha reclamado y que no me ha insultado. ¡Qué culpa tengo yo! si la concesión es hasta Chillán, si no es por mala voluntad que no sirvamos café o algo para comer, es que no hay nada- dijo casi como disculpándose mientras se acomodaba en el asiento -. Lo que pasa, señora- agregó- es que los pasajeros no saben que nosotros somos concesionarios, no somos empleados de ferrocarriles, y esto que está ocurriendo es responsabilidad de ellos. Bueno, en fin, hay que tener paciencia.
Nuestra conversación se vio interrumpida por una serie de movimientos, carreras y ruidos en el exterior. Nos dimos cuenta que la esperada locomotora por fin había llegado. Reiniciaríamos muy pronto nuestro interrumpido viaje.

EN LA RECTA FINAL
Al poco tiempo retornó la luz y el tren nuevamente comenzó a moverse lentamente. Un suspiro generalizado de alivio y esperanza recorrió todos y cada uno de los carros. Normalizada la velocidad y en camino por esta recta final hacia nuestro destino, se nos unió en esta conversación, el conductor, quien ya no se veía como al inicio del viaje. Se notaba muy preocupado, casi angustiado y ante la imposibilidad de variar la situación, se desplomó sobre el asiento contiguo, sumándose al diálogo.

- Todavía no puedo creerlo, señora- Esto no nos pasaba hace muchos años. La demora ha sido demasiado prolongada. Entiendo que los pasajeros se molesten, pero nosotros no podemos controlar la situación... Ya no es como antes- suspiró- ahora viajar en tren es muy demoroso, lo que pasa es que no han hecho mantención de las líneas ni de los equipos en muchos años.
-¿Sabe?- continuó casi sin esperar a saber si yo estaba dispuesta a participar en este diálogo- estoy triste y amargado por todo esto.
- Pues yo creo que no debe tomarlo como algo tan grave- le dije -. No lo veo tan terrible como para que usted se angustie. Piense que no es su responsabilidad. Usted y el personal hicieron todo lo posible por solucionar el problema. ¡Y ya estamos en movimiento!- Pero es que usted no sabe- señora- ... este es mi último viaje.
- ¿Su último viaje?
- Efectivamente. A partir de mañana, seré un jubilado más de ferrocarriles.- ¡Qué bien! ¡Lo felicito! Entonces no veo porqué se preocupa. Ahora se podrá llevar como recuerdo de su último viaje una situación completamente distinta a la rutinaria. ¡Arriba el ánimo!
- Es que yo quería que este último viaje fuera perfecto. Ése es el recuerdo que quería llevarme. Además, me apena, verdaderamente me entristece pensar que mi familia me está esperando. Mi esposa, hijos, hijas y yernos me esperaban con una cena especial. ¡Con torta y todo! ¿Se imagina? A esta hora ya deben haberse aburrido de aguardar.
- ¡Igual podrán celebrar mañana, no se preocupe tanto!- agregué. Entonces, él me miró y guardó silencio, un largo silencio que yo respeté. En sus ojos pude leer tristeza, resignación, recuerdos, nostalgia...

Alrededor de las dos de la madrugada, el tren inició su entrada a la estación de Concepción. Nunca la había visto tan desolada, muy pocas personas en el andén, la mayoría taxistas. Estaba oscuro y hacía mucho frío. Sentí pena por los niños que, dormidos en los brazos de sus padres, intentaban acomodarse ante tanto movimiento.
Tomé un taxi y me dirigí al primer hotel que pude encontrar. Eran las tres de la madrugada. Mi trabajo comenzaba en cinco horas más... tenía que descansar.

Comentarios

  1. Rosita:Me gusto como narrastes el viaje a Conce,la descripción de:los paisajes,tren y a los personajes típicos chilenos me los imagine como si yo estuviera en esa situación Te felicito amiga
    Maggie

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  2. Oye Rosita, la pura que eris vacan con la pluma, seguro yo no soy la palabra más autorizada para emitir este tipo de opinión, pero como simple lectora de una narración, logras entusiasmarme y leer hasta terminat, lo cuentas todo con tanto detalle, que en un momento sentí que estaba en el tren contigo y hasta escuchaba los palillos de la otra pasajera.

    Ya poh Rosita dale curso a la pluma, te juro que compro el libro cuando lo publiques, viste al menos ya tienes uno vendido.

    Un abrazo y felicitaciones, me entretienen tus cuentos.

    Myriam

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  3. Alguna vez dije que tenías buena pluma y que este cuento debía ser publicado o al menos intentar hacerlo, enviándolo a concursos. Hoy, con la perspectiva del tiempo, estoy aún más convencido que entonces. Hazlo. Sólo en España hay más de dos mil concursos al año. Algunos de ellos aceptan envíos por INTERNET, por lo que no se gasta ni tiempo ni dinero.

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